EL VIAJE DE LAS MANGAS CORTAS
El Sol pegaba fuerte, justo encima de mi cabeza. La brisa, fresca como siempre que se avecina el invierno, recorría todo mi cuerpo, obligándome a desear ya haber llegado a mi casa. Pero recién partía. Debía caminar hasta llegar a aquel refugio, en el cuál encontraría la forma de llegar hasta mi hogar.
Al comienzo de mi caminata, me acompañaron mis amigos pero, lentamente, los fui perdiendo uno a uno. Cada uno debía emprender su propia vuelta a casa.
Ya separado de mi grupo, me encontré frente a un peligroso abismo. Debí cruzar hacia la otra orilla y continuar con mi viaje solo. Seguí caminando, y nuevamente me encontré con un abismo. Pero éste era dos, tres, y hasta podría llegar a decir, cuatro veces más grande, e infinitamente más peligroso. Al otro lad, me esperaba ese refugio tan anhelado.
Me tomé el tiempo necesario para planear el cruce, para cargarme de valor, para creer que podía, para imaginar esperanzas que ya no existían. Observe a un lado y al otro. Esperé. Volví a mirar a ambos lados, y me encontré con el silencio, la calma. Algo, como si fuese una señal divina, me dijo que ese era el momento justo.
Di el primer paso. Parecía seguro. Di el segundo paso. Parecía locura. Di un tercer y cuarto paso, y el miedo ya se desvanecía. Di más y más pasos, y la demente idea de llegar al otro lado ya parecía cuerda. Di el último paso, y me sentí invencible.
Ya en el refugio, me encontré con más personas, que solas o acompañadas, emprenderían el mismo viaje que yo. Dudaba de lo que debería hacer a continuación, y pensé en preguntarles a esas personas, pero parecía no agradarles mucho la idea de mantener una conversación conmigo. Aun así, sabía que todos teníamos un objetivo en común: detener a un tal “n°19”, y, lo más rápido posible, montarnos en él.
Esperé. Esperamos. Ya acercándose la hora que todos ansiábamos que llegase, llegaron más personas al refugio. Y, faltando quince minutos para la una, se asomó, allá lejos, pero también demasiado cerca, el tan ansiado “n°19”. Todos levantamos el brazo, con la esperanza de que, uniendo todas nuestras fuerzas, “n°19” se detuviese. Y contra toda esperanza, ocurrió lo impensable. “N°19” se detuvo. Velozmente, uno a uno, nos subimos a él.
Ya encontrándome dentro de tan abominable y derruido monstruo, pude observar dos grupos de personas. Uno se conformaba por aquellos que se encontraban sentados a los costados, y que parecían ser privilegiados entre todos los viajeros. El segundo grupo, en cambio, estaba conformado por todos aquellos que, por alguna extraña razón, utilizaban mangas cortas, además de que todos levantaban sus brazos hacia el firmamento, realizando, quizá, una reverencia a algún dios desconocido por mí. Al parecer, yo debería pertenecer a esta última agrupación, pues no reconocí ni una mínima posibilidad de sentarme junto a los “privilegiados”.
Alcé mis manos hacia aquella divinidad que no pertenecía a la religión que yo practicaba y, de forma milagrosa, me encontré unido a los demás miembros de mi grupo. Un extraño lazo me unía a ellos, transmitiéndome temor y seguridad al mismo tiempo. Y, realizando aquella insólita reverencia, pude observar que, ahora, mis mangas eran cortas, al igual que la de mis compañeros “no privilegiados”.
A lo largo del recorrido del “n°19”, pude observar lo que ocurría si alguien finalizaba su viaje. Si éste pertenecía al grupo de los “privilegiados”, aquellos que pertenecían a mi grupo se abalanzaban sobre el lugar que el primero había dejado, pues, según yo creo, querían sentirse “superiores” aunque sea tan sólo unos minutos. En cambio, si el que bajaba, era alguien como yo, nadie notaba su ausencia.
Me había perdido en mis pensamientos, y no había notado que ya llegaba al sitio donde yo finalizaría mi travesía. Apurado, haciéndome lugar entre la gente, me dirigí hacia la parte trasera del “n°19”. Allí, debería dar la señal para indicar que me quería bajar. Debía darla en el momento justo: si lo hacía precipitadamente, o si me tardaba tan sólo unos segundos de más, ya no podría bajar en donde debía.
Las manos me sudaban. No sé si por el calor que hacía allí, o por los nervios que me carcomían por dentro. Y di la señal. El “n°19” parecía no haberme escuchado, y me asusté. Cuando pensaba volver a dar la señal, comenzó a detenerse lentamente. Al llegar al lugar en el que yo debía bajar, ya sin acordarme el porqué, abrió sus puertas, y así como yo y algunos de mis compañeros de viaje bajamos, hubo muchos que subieron.
Una vez abajo, me llené de felicidad, y noté que ya mis mangas habían vuelto a la normalidad. El viaje de las mangas cortas había finalizado.
LRZ